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LECCIONES DE LA DOCTORA TERESA (2)

“ANDAR-VIVIR EN VERDAD”.

MÁS ALLÁ DE NO DECIR MENTIRAS

                                                                                  Daniel de Pablo Maroto

                                                                                  Carmelita Descalzo

                                                                                  “La Santa” – Ávila

Doña Teresa de Cepeda y Ahumada se doctoró en el convento de La Encarnación en 1556 cuando oyó una voz en su interior que le dijo: “Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles”. Y desde entonces, se sintió libre de afectos que le robaban el corazón que Dios le pedía entero. “Desde aquel día -escribe- yo quedé tan animosa para dejarlo todo por Dios como quien había querido dejar otra a su sierva” (Vida, 24, 6). Libertad para amar sin problemas morales. Fue su conversión “definitiva”, milagro moral: se sintió inundada de “ciencia infusa”, la inspiración del Espíritu Santo, que fue creciendo con los años de magisterio oral y escrito.

            Pasaron los años y Doña Teresa cambió de nombre religioso: se llamará Teresa de Jesús. En su misma ciudad de Ávila, fundó un convento, el de San José en 1562, donde comenzó una experiencia evangélica nueva con un número limitado de plazas, 12 (como el colegio apostólico) y ella, la Maestra-Doctora. Y en un rincón del inmueble se puso a enseñar al auditorio de mujeres. “Solo tres cosas me extenderé en declarar: amor de unas con otras, desasimiento de todo lo criado”, y, al final, una afirmación sorprendente: “la otra, verdadera humildad que las abraza a todas! (Camino, 4, 4). Digo que “sorprende” porque, socialmente, parece una virtud secundaria para la convivencia y, para la Doctora Teresa es como la suma de todas las virtudes.

            ¿Por qué será? Eso mismo se preguntó un día la Doctora Teresa: “Estaba yo considerando por qué razón era Nuestro Señor tan amigo de esta virtud”. Y se respondió: “porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad” (Moradas, VI, 10, 7). Es decir, admitir que Dios existe y  que es la norma moral suprema de la vida y de los quehaceres de los hombres. En la vida real, “vivir en verdad” se traduce en que el ser humano si sitúa correctamente en el centro de cuatro puntos cardinales, que la Doctora Teresa explica a su manera y en diversos espacios de su cátedra de papel.

            El primer horizonte de comprensión es Dios como Suma Verdad ante la cual los humanos sienten “no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende anda en mentira” (ib.). Esta es la confesión de una creyente en Dios y una consecuencia más allá de la moral al uso; es de orden ontológico y significa que  Él es el fundamento de nuestra existencia porque nos ha creado y redimido en Cristo. La afirmación de fe en Dios no niega los valores humanos, no elimina la propia estima, el YO esencial; solo cumplimos un acto de justicia, como dice la Doctora Teresa: “En nuestras obras dando a Dios lo que es suyo y a nosotros lo que es nuestro” (Moradas VI, 10, 6).

            El segundo punto de referencia somos nosotros mismos que revierte sobre el primero como un corolario implícito. Si nada de lo que poseemos es “nuestro”, sino que somos meros administradores de lo que Dios nos ha confiado, no podemos obrar en contra del orden objetivo ya trazado por la Providencia; en el fondo hacemos de nuevo un acto de fe no creyéndonos el centro del mundo (antropocentrismo), sino que es Dios (teocentrismo). A propósito, la Doctora Teresa explica bien las correctas relaciones del hombre con Dios: “A mi parecer, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios” (Moradas, 10, 6); y se cumplen cuando “damos a Dios lo que es suyo y a nosotros lo que es nuestro” (ib., 10, 6).

            La tercera referencia son los otros, los compañeros de camino hacia la vida eterna (para algunos, la nada). Deberían ser los testigos fieles de lo que somos, jueces objetivos no contaminados por la envidia, la animosidad o la competencia profesional u otras pasiones ocultas. Pero aquí la Doctora Teresa no se refiere a los posibles juicios negativos de los enemigos, sino todo lo contrario: siente que “nos tengan por mejores de lo que somos” (Moradas, 10, 6), porque sería una mentira, no vivir en verdad. Ella, alma angelical, siente que la tengan por mejor de lo que es, una santa, cuando ella se reconoce pecadora y se define con feos apelativos; a nadie tuvo por enemigo y por eso tenía problemas para rezar el Paternóster:“perdónanos como perdonamos”. Le decía a Dios que le tenía que perdonar “de balde” (¡!). En la parte de acá, estamos la mayoría creyéndonos mejores de lo que nos estiman los demás.

            Recuerdo unas anécdotas curiosas sobre cómo vivió ella la relación con los demás en una vivencia de la humildad en sentido “sociológico” gozándose de las alabanzas a su persona y a sus obras. Gozó mucho cuando su confesor Diego de Yepes, después su biógrafo, le dijo que su Camino de perfección parecía Sda. Escritura. Y se molestó cuando el P. Báñez le dijo de su libro de Las Moradas que “no está bueno” (¡!), cuando ella creyó que era mejor que el libro de la Vida. Y termino. Le dolió cuando el P. Ripalda, Jesuita, le dijo que andaba remolona para ir a la fundación de Palencia porque “de vieja tenía ya esa cobardía”. Le sentó como una banderilla y lo resolvió con la voz del cielo (Fundaciones, 29, 4). Y, finalmente, no le molestaban las calumnias a su persona, pero sí cuando lo hacían contra el Padre Gracián, sus monjas y frailes de su familia, la Reforma del Carmelo.  

            Y, por último, la relación con el mundo la vivimos con humildad, “teniéndolo en poco, que es todo mentira y falsedad” (Moradas, 10, 6). Creo que recoge Teresa más que su pensamiento, la tradición antigua y medieval, la de la fuga mundi y el contemptus mundi, fuga y desprecio del mundo.

            Esta es la profunda lección de la Doctora Teresa: ser humildes es “andar en verdad”, que es, como digo en el título, “mucho más que no decir mentiras”, petición que hace ella a sus discípulas: “no digo solo que no digamos mentira” (Moradas, VI, 10, 6), que da por supuesta en una comunidad teresiana. Ella es un ejemplo sumo de vivir en la verdad y decir siempre la verdad.

            La maestra Teresa nunca miente. Se lo dijo una vez al general de la orden, el Padre Juan Bautista Rubeo: “Pues sabe que ella no trataría mentiras por cosa de la tierra” (Carta, octubre, 1578). Poco antes estaba redactando el libro de las Moradas y es consciente de que puede “contradecirse” de lo dicho antes, pero “ahora y entonces puedo errar en todo, mas no mentir, que, por la misericordia de Dios antes pasaría mil muertes” (¡!) (Moradas, IV, 2, 7). Esa confesión se constata leyendo sus escritos en los que se descubre el sentido crítico-histórico que tiene como una profesional y creíble historiadora contando “lo que sucedió” y solo la verdad conocida.

            Termino confrontando la doctrina y la vida de la Doctora Teresa con las prácticas que se están imponiendo en las relaciones entre las naciones y los humanos. Hace poco leí con letras voluminosas en la página de un periódico: “La muerte de la verdad”. Esta es la triste historia de la que nos estamos lamentando. ¿Tendrá algo que ver la “muerte de la verdad” con la “muerte de Dios”, que pregonó hace más de un siglo Friedrich Nietzsche y que se ha realizado progresivamente en nuestro tiempo? La renuncia a la verdad de Dios sigue paralela a la verdad entre los hombres.

            Es seguro que estamos en tiempos de mentiras, de la difusión de las Fake News, de la negación del octavo mandamiento del Decálogo, revelado por Yahvé, pero que es de derecho natural: “No darás falso testimonio ni mentir”. Y podemos mentir de palabra y con el silencio cuando es obligatorio hablar. La tragedia del decir mentiras es que ofende la dignidad del que las dice; es una renuncia a la propia personalidad, se hace un comediante con careta sin paga.